viernes, 30 de mayo de 2008

Contra la perfección

Mi amigo psiquiatra, un formidable hombre culto, me hace ver repetidamente que el mundo es así como es y los seres humanos tan irremediablemente imperfectos como nos parecen.

El diagnóstico, contra lo que parece, dista de ser una consigna conservadora o una orden de mansedumbre universal. Se trata más bien de una luz tranquila que hace ver las taras y como componentes inseparables de la vida y sus complejas relaciones. De este modo, la figura de la desdicha o la insatisfacción frecuente se recibe no tanto como una insoportable deformidad sino como la genuina imagen de lo más real. La realidad no se tersa o mejora a nuestro antojo ni tiende a complacer las surtidas variantes de nuestros deseos. Es lo que es. Es tal como una orografía independiente de nuestra voluntad y constantemente apartada de los proyectos que imaginamos. Es absolutamente lo que es. Los rasgos de su fisonomía que nos desagradan sólo provocan aún más dolor cuando pretendemos que sean de otro modo. Las cosas son como son, las personas con quienes no coincidimos resultan ser tan irreductibles como nuestra propia diferencia y, en consecuencia, lejos de pugnar por cambiarlas ganaríamos más asumiendo sus caracteres y recorrerlos desde su negación.

La tranquilidad que se desprende de esta actitud positiva se corresponde con la serenidad que procura saberse imperfecto para siempre. La perfección es un estorbo y su persecución una tabarra. Lo es tanto la perfección en sentido absoluto como la perfección relativa que asociamos a la semejanza de alguien con nuestro yo, de cuya similitud esperamos, ilusoriamente, un plus de deleites. Ni la tensión hacia el ser perfecto ni la busca de la máxima unidad personal traen nada bueno. Más bien son la fuente segura de infelicidad puesto que la infelicidad se potencia con la impotencia de un anhelo y nada será menos asequible en este mundo que hacer de los sujetos y las cosas el ser deseable que no son.

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