viernes, 30 de mayo de 2008

Viejos y gloriosos tatarabuelos

Se mantiene en Hiroshima una ruina a modo de monumento, memoria de la explosión que en agosto de 1945 mató a trescientas mil personas. En ese mismo lugar, el epicentro de la destrucción, se alza también un árbol robusto y frondoso que en otoño se convierte en una nube de oro. Si uno presta atención pronto se percatará de que hay algo inexplicable en la presencia de ese árbol. Y habrá acertado. En la primavera de 1946 los ciudadanos de Hiroshima observaron con estupor que de un tronco arrasado estaba brotando un frágil tallo verde. Ahora ese tallo ya es sexagenario: hablamos de un Ginkgo Biloba, el árbol más enigmático que existe, el único ser vivo que ha resistido el beso de una bomba atómica.

Todo en este superviviente (que puede llegar a vivir milenios) es pasmoso. Para los botánicos es un fósil viviente cuyo linaje cuenta con un pasado de doscientos cincuenta millones de años. Para los genetistas es una extravagancia, una planta con dos sexos que da flor y luego pone un huevo (debería explicarlo mejor, ya lo sé, pero no hay espacio). Para los urbanistas es un milagro porque resiste las más venenosas atmósferas, razón por la cual es frecuente en Manhattan (por ejemplo, en el Seagram). Para los farmacéuticos es una mina: cientos de productos, muchos de ellos contra el envejecimiento, se fabrican a partir de las hojas de Ginkgo y hay en Francia plantaciones industriales de pequeños Ginkgos para uso medicinal.

Los viejos árboles son las últimas obras maestras que nos quedan a los ciudadanos sepultados por el cemento y torturados por el ruido. En Barcelona hay una docena de Ginkgos fáciles de localizar gracias a múltiples devotos con blog.

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